Otálora debe renunciar
- Horacio Serpa
- 18 feb 2016
- 2 Min. de lectura
Ser funcionario público es un honor muy grande. Nada menos que obrar en nombre del Estado para favorecer a la sociedad. Ninguna otra actividad del hombre permite cumplir un objetivo tan loable, tan grande, tan importante, trascendental en todo el sentido de la palabra.
Serlo significa obrar con honradez y cumplir con diligencia y eficacia las tareas asignadas. El funcionario público debe ser pulcro y de ejemplar comportamiento público y privado, dado que su representación significa ser vocero de la comunidad. El buen servidor público en su diligencia, buen juicio y eficiencia, ha de obrar con discreción, respetando los valores y los sentimientos de la sociedad que representa.
Todos estos elementos, condicionantes a la tarea del que sirve al Estado, han de cumplirse en todos los niveles de dicha representación pero son doblemente exigidos a los servidores de mayor representatividad y responsabilidad. Ser Defensor del Pueblo significa tener una actitud personal absolutamente diáfana, transparente, delicada, alejada de toda clase de escándalos públicos.
Lo que está ocurriendo con el doctor Armando Otálora titular de la Defensoría, es inadmisible. Hace varias semanas quedó en el ambiente nacional que se trata de una persona que no tiene ni tacto ni juicio para relacionarse con sus subalternos, a los que agrede permanentemente con toda clase de actitudes groseras e irrespetuosas. Ahora se agrega a ellas el escándalo sexual con su Secretaria Privada, denunciado por un columnista de la Revista Semana.
El señor Otálora debe renunciar. Es servidor público y el encargado de defender al pueblo de acosos, ataques y actos bochornosos como los que se le atribuyen. Por dignidad, por respeto con el País, no debe permanecer en el cargo ni un día más. Si en una actitud reprochable continúa, todo el mundo podrá preguntarse como el Chapulín Colorado: ¿“Y ahora, quien podrá defendernos”?
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